Uno de los temas de mayor preocupación en el desarrollo de nuestros hijos es el de su rendimiento escolar. Ello es justificable por los temores que nos genera su porvenir o futuro profesional y económico. Actualmente el tema parece haber ido más allá del ámbito individual y se utilizan términos como el de «fracaso escolar» para hacer colectivo un problema que, en los últimos años, se ha agravado y que incorpora elementos externos al propio escolar, como pueden ser la idoneidad de los actuales modelos educativos.
Las causas del mal rendimiento escolar suelen ser múltiples. Desde factores internos de tipo genético o la propia motivación del niño a acudir a clase, hasta condicionantes ambientales como el entorno socio-cultural o el ambiente emocional de la familia. Es un problema complejo ya que cada niño es un caso peculiar con sus propios ritmos de aprendizaje, sus puntos fuertes y débiles. Algunos necesitan más tiempo para integrar la información, otros son más rápidos. Los hay con serios problema para trabajar en actividades que requieren procesar información de forma secuencial (lectura, matemáticas…), mientras que otros las tienen cuando la información es presentada simultáneamente y dependen de la discriminación visual.
Actualmente se habla de Trastornos específicos del Aprendizaje para designar un conjunto de síntomas que provocan una disminución significativa en el rendimiento escolar de los niños que lo padecen. Trastornos como los de la lectura (dislexia), de la escritura (disgrafía) o de cálculo (discalcúlia) se dan en niños con un C.I. dentro de la normalidad pero que cursan con grandes dificultades al fallar en procesos concretos.
Los problemas de aprendizaje también pueden ser consecuencia o ir acompañados, agravando el problema, de trastornos con implicaciones conductuales cómo el TDAH (Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad). En este caso, los niños que lo padecen pueden presentar, curiosamente, un nivel de inteligencia medio o incluso mayor que la media de su edad, es decir, disponen de un buen potencial pero no desarrollan normalmente el aprendizaje debido a los déficits específicos en la atención o control de los impulsos. Todos estos aspectos deben ser evaluados antes de trazar un plan de intervención.
Es importante señalar que, con cierta frecuencia, los retrasos del aprendizaje en los primeros años de escolarización suelen ser minimizados bajo el pretexto que el niño ya los irá asumiendo (lectura, escritura, etc.). Ciertamente, ya se ha dicho, que cada niño tiene su propio ritmo, pero no afrontar el problema desde el inicio nos puede llevar a lamentar después la perdida de un tiempo precioso.
Es importante insistir en la necesidad de efectuar una buena evaluación psicopedagógica, tan pronto se detectan signos o síntomas de que un niño o niña presenta dificultades en algún área. Hoy en día, disponemos de pruebas de evaluación suficientemente contrastadas para efectuar una exploración del Cociente Intelectual (C.I.) y sacar las pertinentes conclusiones. Ello nos dará una idea muy aproximada del nivel de funcionamiento del niño respecto a los demás niños de su misma edad.
Especialmente, cuando no se detectan discapacidades intelectuales significativas en estas pruebas, se hace necesario la incorporación, según el caso, de pruebas de personalidad y/o emocionales, para poder evaluar otros aspectos del funcionamiento del niño (p.e. adaptación al entorno social, familiar, escolar) que pueden estar influyendo en su mal rendimiento académico. Cada caso es diferente y requerirá una evaluación personalizada.